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Homilía del cardenal Justin Rigali
Misa del Miércoles de Ceniza
Catedral Basílica de San Pedro y San Pablo
09 de marzo del 2011


Queridos amigos en Cristo:

En la vida de la Iglesia, la cuaresma es acerca de enfrentar la realidad del pecado a la luz de la victoria de la Muerte y Resurrección de Cristo.

Hoy, Miércoles de Ceniza, el comienzo de la cuaresma, nos reunimos en la comunidad de la Iglesia, en el nombre de Jesús. Inclinamos nuestras cabezas en espíritu de arrepentimiento y humildemente recibimos las cenizas bendecidas.

Cada uno de nosotros sabe que estamos llamados a reconocer el pecado en nuestras vidas. En cada misa se admite esta realidad. En el Confiteor, decimos claramente: «Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos y hermanas, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión...»

A lo largo de los siglos del cristianismo, la cuaresma ha sido siempre un tiempo especial para reconocer el pecado, para pedir perdón a Dios, y para resolver ─con su ayuda─ no volver  a pecar. En la cuaresma expresamos profundo pesar por haber ofendido a Dios y a nuestro prójimo al esforzarnos para aceptar la invitación del Evangelio de Jesús a la oración, el ayuno y la limosna.

La Iglesia nos ofrece hoy en día en nuestro salmo responsorial las palabras inspiradas del rey David que nos ayudan a formular en nuestros corazones sentimientos de tristeza personal por todos nuestros pecados

Señor, apiádate de mí, por tu misericordia inmensa,
y por tu compasión sin límites olvida mis ofensas;    
l ávame más y más de mis delitos
y borra de mi culpa toda huella.

Pues mi maldad conozco,
cargo siempre mi culpa en la conciencia.   
A ti Señor, a ti fue al que ofendí,
al cometer el mal que tú detestas.

Dame, Señor, un corazón sincero
y un espíritu firme.
No me arrojes, Señor, lejos de ti
ni tu santo espíritu me retires.

Estamos todos invitados a participar en la petición de la Iglesia: «Misericordia, Señor, hemos pecado».

Con arrepentimiento por nuestros pecados nosotros con humildad y con confianza pedimos el perdón de Dios, el cual viene a nosotros a través de Cristo. También pedimos humildemente el perdón de todos aquellos a quienes hemos ofendido de alguna manera. De la misma manera nosotros rogamos a Dios que traiga reconciliación y sanación a nuestra comunidad.

Durante esta cuaresma nosotros estamos especialmente conscientes de los pecados graves de los abusos sexuales cometidos contra menores, en particular por miembros del clero. Experimentamos la necesidad de pedir el perdón de Dios repetidamente en nuestra liturgia y de ofrecer oraciones de reparación por estos pecados y por todos los pecados del mundo.
Una vez más, renovamos nuestro compromiso de hacer todos los esfuerzos posibles para impedir estos actos malvados y para proteger a los niños de daños.

En este espíritu, como anuncié ayer, la Arquidiócesis está volviendo a examinar los casos de interés para el Gran Jurado acerca de las denuncias de abuso de menores o problemas de límites de algunos sacerdotes. De la misma manera vamos a volver a evaluar la manera en que manejamos las denuncias. La protección de los niños es de suma importancia.

Quienquiera que dañe a un niño debe recordar las palabras de Jesús: «Al que haga caer a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le amarraran una gran piedra de moler y que lo hundieran en lo más profundo del mar» (Mt 18:6).

En este Miércoles de Ceniza, cuando recibimos las cenizas benditas como el signo de nuestro arrepentimiento por el pecado y nuestra resolución para caminar en una vida nueva cristiana, expresamos de nuevo nuestro pesar a Dios por nuestros pecados y los pecados de otros. Yo personalmente renuevo mi profundo pesar a las víctimas del abuso sexual en la comunidad de la Iglesia y a todos los otros, incluyendo a los muchos sacerdotes fieles que sufren a consecuencia de este gran mal y crimen. Como sacerdotes y fieles ahora comenzamos juntos unidos en Cristo nuestra jornada cuaresmal. Esta jornada cuaresmal nos conduce a la Cruz de Cristo y luego a la victoria de su Resurrección.

Estamos llamados a mantener los ojos fijos en Jesús mientras reconocemos su triunfo sobre el pecado y la muerte. Proclamamos que es sólo Jesús, el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Es él, Jesús, el Señor crucificado y resucitado, el único que puede vencer todo mal y nos lleve al regocijo de la vida eterna. Amén.

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