ARCHDIOCESE OF PHILADELPHIA

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Homily of Cardinal Justin Rigali
Hispanic Heritage Mass
Cathedral Basilica of Saints Peter and Paul
October 10, 2010


Mis queridos amigos in Cristo Jesús,

Con mucha alegría me uno a ustedes para esta celebración anual de la Misa de la Herencia Hispana. Hoy, además de la importancia de esta celebración, compartimos la alegría de darle la bienvenida a esta Catedral Basílica a nuestra madre María, bajo el titulo de Nuestra Señora de Guadalupe, Emperatriz de las Américas.

Este año pasado, yo encargué que se construyera un mosaico de la imagen de Guadalupe que hoy ha sido consagrado en esta catedral, la iglesia madre de los católicos en nuestra arquidiócesis. Oficialmente, no se había bendecido el mosaico de la Virgen hasta hoy. Yo quiero decirles que ustedes siempre son bienvenidos aquí para venerarla y pedirle que interceda por ustedes ante su Hijo y nuestro hermano Jesús. Aquí les espera María, La Morenita como muchos le llaman con cariño. Ella les espera para que le cuenten sus penas y alegrías, sus triunfos y sufrimientos o simplemente hacerle una oración y encender una vela. En esta ocasión tan especial y llenos de alegría, simplemente le decimos, gracias por venir a nosotros, Virgencita de Guadalupe, quédate aquí y danos siempre tu protección de madre.

Las lecturas de hoy y el evangelio, nos hablan de la gratitud, y de la ingratitud. La primera lectura del libro de los Reyes, nos habla de un hombre de Siria llamado Naamán, un extranjero a quien Dios curó de la lepra. El fue sanado en las aguas del Jordan por la palabra del profeta Eliseo. Naamán, descubre en su curación la acción bienhechora de Dios. Él descubre la acción interna de la gracia que lo llama y se convierte de todo corazón. Lleno de gratitud, él confiesa que el Dios de Israel es el único Dios verdadero y en reconocimiento de esto, Naamán jura que jamás ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otro dios que no sea el Señor. Pero más importante que todo, es la actitud de gratitud por todo lo que recibió de Dios.

El evangelio de hoy nos relata la historia de diez leprosos que tienen un encuentro con Jesús quien iba de camino a Jerusalén y pasaba por Samaria. Los leprosos le gritaban a Jesús, «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Jesús, signo de salvación ofrecida a todos los hombres sin distinción ninguna, se compadece de los diez y los manda a que se presenten ante el sacerdote, pero antes de haberlos curado para probar su fe. Sabemos que la curación tuvo lugar mientras se dirigían al sacerdote. Pero, irónicamente, el único que regresa a darle las gracias y glorificarlo es el samaritano, un extranjero.

Estas dos historias son historias de gratitud. Naamán y el samaritano son un gran modelo de la vida cristiana. En Jesucristo, Dios se ha revelado a sí mismo desde una profundidad y nivel de intimidad desconocido fuera de esta fe. Por tanto, los cristianos tenemos mayor razón y responsabilidad de ser más agradecidos que otras personas. Seguramente, el Señor se preguntó por qué este samaritano, considerado enemigo de los judíos, fue el único en regresar y dar gracias y alabanza a Dios. ¿Qué pasó con los demás? ¿Por qué no le dieron gracias a Dios?

Nosotros los cristianos hemos recibido el regalo más grande que Dios posiblemente pudiera dar: su propio Hijo, Jesús. ¿Qué mejor regalo que éste? Para el cristiano, una motivación básica para amar a Dios y servir al prójimo es la gratitud. Estamos llamados a ofrecer gracias y alabanzas a Dios. Nuestra liturgia eucarística nos llama repetidas veces a que demos gracias y alabanza a Dios: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre Santo siempre y en todo lugar»(Plegaria Eucarística II); «En verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre Santo» (Plegaria Eucarística IV; «Te damosgracias, Dios nuestro y Padre todopoderoso por medio de Jesucristo, nuestro Señor, y te alabamos por la obra admirable de la redención»(Plegaria Eucarística-Reconciliación II). Estas plegarias eucarísticas son palabras de gratitud, de dar gracias a nuestro Padre celestial por todo lo que él hace por nosotros sus hijos. Las sagradas escrituras nos exigen que demos gracias a Dios en todas las circunstancias, hasta en las más difíciles y desalentadoras. Es necesario recordar que es Dios quien está en control de nuestras vidas, no somos nosotros, y por tanto tenemos que dejar que él entre en nosotros porque es él quien trabaja en nosotros, dándonos su gracia y tratando de que nuestra voluntad se una a la de él para así poder llevar a cabo el plan que él tiene para cada uno de nosotros.

Hermanos, es nuestra fe en Dios que nos permite decirle en esos momentos difíciles, «Señor, yo no te veo, se me hace difícil creer que estás aquí presente conmigo, pero aunque mis ojos no te vean te siente mi fe y sé que tú estás aquí, que tu Santo Espíritu me acompaña y me protege, no estoy solo».

Nuestra fe nos pide una confianza enorme sin ningún temor o angustia; ella nos exige que dejemos a Dios ser. En nuestras lecturas vemos que el agradecimiento abre la puerta a la gracia. El corazón agradecido se abre fácilmente a la salvación como le pasó al leproso de la primera lectura, Naamán. Sin embargo, los otros nueve leprosos siguieron con su ceguera por no reconocer la salvación que Dios les ofrecía. Solamente a uno de los diez leprosos Jesús le dijo: Tu fe te ha salvado. Este hombre sólo quería dar gracias a Dios desde lo más profundo de su corazón allí mismo donde recibió la salvación.

Dios nos ofrece también esa salvación que nos llega a través de nuestra fe. La fe que nos ayuda a reconocer a Dios en nuestras dificultades, en nuestras angustias; en el sufrimiento de la injusticia que vemos día a día, en la injusticia de ser juzgados como malhechores, sin valor o dignidad ninguna; de ver el sufrimiento de los hijos separados de sus padres y de no poder llegar a obtener una carrera digna y justa. Sus sufrimientos no son en vano, puesto que nuestro Padre Bueno los recoge y los convierte en oración y gracia.

Hermanos, recordemos que no caminamos solos, Jesús camina con nosotros a cada momento y en todas las circunstancias de nuestras vidas. Casi podemos oír cuando nos dice: «Mírame, escúchame, permíteme ayudarte». Los evangelistas Mateo y Lucas nos recuerdan las palabras de Jesús cuando con cariño nos repite hoy lo que les dijo a sus seguidores más de dos mil años atrás: «...no temas mi pequeño rebaño, yo estaré contigo hasta el fin de los tiempos». ¡Que así sea!

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