ARCHDIOCESE OF PHILADELPHIA

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Homily of Cardinal Justin Rigali
Hispanic Heritage Mass
Cathedral Basilica of Saints Peter and Paul
October 12, 2007


Queridos amigos en Cristo:

Una vez más nos reunimos en esta catedral basílica en nuestra arquidiócesis de Filadelfia, para celebrar con gran júbilo la herencia hispana. Hoy, día 12 de octubre, en muchos países latinoamericanos se celebra el día de la Raza por ser el día que el explorador, Cristóbal Colón llegó al Nuevo Mundo, y el primer encuentro entre los dos mundos. Una parte muy importante de esta herencia es la fe católica que ustedes han recibido y heredado de sus antepasados y que fue introducida al Nuevo Mundo por estos mismos exploradores. El pueblo hispano es un pueblo de gran fe, aún en momentos muy difíciles. Pero es precisamente en esos momentos en que se sienten agobiados, que el Señor les ofrece su esperanza y su justicia. Esa fe, que ustedes tienen y mantienen viva, es a la vez un regalo de Dios cuando envió a su Hijo para redimir a su pueblo, librándolo de sus sufrimientos. Esa es la misericordia de Dios que siempre cumple sus promesas.

Hoy hemos escuchado en la primera lectura que el banquete es un signo de esperanza, de la restauración de Dios, en un momento de angustia para el pueblo perseguido de Israel; esta lectura nos habla de un banquete, una celebración, algo que está siempre muy cerca del corazón hispano, la fiesta, que los reúne a todos para compartir. Pero la lectura se refiere a la celebración celestial donde todos, como hermanos, nos reuniremos finalmente para compartir; allí no habrá distinción de razas ni divisiones.
El papa Juan Pablo II en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte habla de la espiritualidad de la comunión y nos dice que la vida cristiana es o debe ser, un reflejo y una preparación para el banquete final del cielo. También nos recuerda las palabras de Jesús: «Como yo los he amado, así quiero que se amen también ustedes los unos a los otros»(Jn 13, 34-35).

El Papa nos habla de esta espiritualidad de la comunión como lo que nos impulsa al cultivo de relaciones humanas enriquecidas por la gracia de Dios, o sea, vividas por Dios y en Dios, que se convierten en la clave de un cristianismo verdadero y es el modo de vivir en autentica comunión con nuestros hermanos.

San Mateo nos habla también, en el Evangelio, de la parábola de los invitados a la boda. Él compara la invitación a una llamada de Dios. Dios nos invita con autoridad, él nos mira y nos llama, es él quien tiene la iniciativa. Pero como podemos ver, no todas las llamadas son respondidas. Seguir al Señor es entrar en la vida de su pueblo para construir con su ayuda y nuestro esfuerzo el reino de Dios en este mundo; un reino de paz y de justicia.

Queridos hermanos, el Señor Jesús nos llama a ser un testimonio para el mundo, haciendo el bien y practicando la justicia que viene de él; estamos llamados a ser sal y luz y hacer presente en el mundo al Dios del reino, y al reino de Dios. Somos sal y luz cuando practicamos la justicia y hacemos el bien; cuando defendemos la vida del niño por nacer y de los vulnerables; cuando defendemos la dignidad de los pobres, del inmigrante aunque indocumentado y de todos aquellos que son marginados por la sociedad. Jesús nos manda, él más nos exige, que nos amemos los unos a los otros, que seamos verdaderamente hermanos y hermanas, preocupándonos y velando por el bienestar de los unos por los otros.

Hoy día muchos de nuestros hermanos están pasando por momentos muy difíciles, y es precisamente en estos momentos que el Señor nos pide que nos unamos en solidaridad con aquellos que están sufriendo. El papa Juan Pablo nos repite en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte, y nos dice que él piensa que el valor de la solidaridad nos urge a todos hoy más que nunca con una exigencia especial, porque percibimos en muchos sectores de nuestra sociedad exactamente lo contrario a lo que debe ser la solidaridad: el no sentir como propios los problemas y carencias de una gran mayoría empobrecida de nuestros hermanos y la falta por tanto de interés de los unos por los otros, llegando hasta situaciones alarmantes de exclusión. Con frecuencia vemos y palpamos en nuestras mismas comunidades el sufrimiento y las necesidades de nuestros hermanos que son separados de sus familias, quedando abandonadas familias enteras sin poder sostenerse y atemorizadas.

La enseñanza del apóstol san Juan, es verdaderamente profunda: «Quien no ama a su hermano que ve, no puede amar a Dios a quien no ve». Si decimos amar a Dios es necesario que tengamos y crezcamos en nuestro espíritu solidario, especialmente con aquellos que más lo necesitan. Los necesitados del mundo moderno no son sólo los que padecen hambre o sufren la pobreza, sino también todos aquellos que se sienten solos, abandonados; los que sufren injusticias de cualquier tipo; que son sacudidos por leyes injustas; que sufren discriminación, que no se le respetan sus derechos básicos como personas. El papa Juan Pablo II nos dice: «La solidaridad es una urgencia en el mensaje cristiano. Si verdaderamente amamos a Dios eso nos tiene que mover a trabajar por la promoción de la justicia y la paz entre los hombres».

Estas palabras del papa Juan Pablo, son las mismas de Jesús cuando nos llama a crear un mundo más justo y pacífico que honra y aboga por la dignidad de cada persona. Ésta es la llamada que el Señor nos hace. Él nos invita a caminar y apoyar a nuestros hermanos, a los perseguidos, a los que piden justicia para sus familias. El documento de la Conferencia Católica de los Estados Unidos, Muchos rostros en la casa de Dios, nos recuerda que «el incremento de la diversidad cultural, étnica, y lingüística está cambiando no sólo la faz de nuestros barrios, sino también la de nuestras iglesias. Esta diversidad enriquece nuestras comunidades y nuestra Iglesia». Además nos dice que:
La fiesta de Pentecostés ofrece una visión redentora de la diversidad humana. Es una visión de unidad entre todos los pueblos que va más alla de sus diferencias y en la cual todos comparten la misma dignidad. El Espíritu Santo capacitó a los apóstoles para predicar a personas de muchas naciones y con diferentes idiomas, creando entre ellos una comunidad nueva, unida por un mismo Espíritu. La fuerza del Espíritu Santo y la íntima conexión de los miembros de la comunidad de fe da unidad al cuerpo y, de esta forma, estimula y produce el amor entre todos los creyentes.

Queridos amigos, todos nosotros somos llamados a formar una sola Iglesia, nutrida por el mismo Espíritu. Al honrar y celebrar nuestras diferencias culturales y étnicas, nos damos cuenta que la unidad católica es un don del Espíritu Santo. Nuestra Iglesia ha tenido siempre una larga tradición en la promoción de la justicia y en la defensa de los más pobres y necesitados; la enseñanza social de la Iglesia se basa en los valores del Evangelio. Todos los principios de esta enseñanza nos hablan de la santidad de la vida humana y la dignidad de cada persona. La Iglesia también nos llama a fomentar vocaciones religiosas dentro de nuestras familias. La Iglesia necesita sacerdotes y religiosas para servir a este pueblo en crecimiento. Le pido a cada familia que rece por estas vocaciones y que traten de ofrecerles a sus hijos un ambiente donde ellos puedan escuchar si Dios los está llamando.

Es nuestra creencia y nuestra fe, lo que nos impulsa a continuar esta peregrinación aquí en la tierra, porque estamos convencidos de que es nuestro regreso a la Casa del Padre. Estamos seguros que Jesús camina a nuestro lado y nos dice «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia» (Mt.28:20), y el Salmo 23 nos asegura que: «El Señor es mi Pastor, nada me falta... aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...»; nuestra fuerza viene de esas palabras consoladoras. La carta pastoral Conforta a mi pueblo, dice las siguientes palabras, las cuales son muy apropiadas para nosotros en estos tiempos: «El camino de la paz no es fácil, tampoco es libre de dolor, pero aunque no es fácil, por él tenemos que caminar».

Por último, cada uno de ustedes es una bendición para nuestra Iglesia, conserven siempre esa fe viva y su herencia cultural como una antorcha que ilumine y celebre siempre lo que son, un pueblo hispano de fe, rico en su diversidad, siempre fíel a nuestro Señor Jesucristo, a su Iglesia y a su Madre, la santísima Virgin María. Amén.

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